Tengo familia marbellera. Lo de marbellíes fue un invento chic, de mediados de los 70, buscando un gentilicio más moderno y menos de pueblo. Lo de marbellíes fue, a fin de cuentas, para ir denominando a todos aquellos que iban llegando, poco a poco, a la localidad costasoleña y que se sentían poco identificados con los nativos del pueblo: pescadores, albañiles, gentes de mil oficios.
Me hablaba mi madre, en una ocasión, de la Marbella que fue. La de los sesenta. La de las tasquitas en la Plaza de los Naranjos. El pequeño pueblecito al que se iban acercando, ya por entonces, algunas celebridades buscando aislarse del mundo. De ahí que me venga a la cabeza una frase de Lolita Flores: "No voy a Marbella porque no es la que conocí".
La Marbella que todo el mundo conoce es la de los yates en el puerto, la de los petrodólares -con un tal Osama Bin Laden viviendo noches locas a la orilla del Mediterráneo-, el famoseo más pedante y petardo y Jesús Gil. Bastó que este último y sus adláteres prometiesen que Ceuta sufriría un cambio como el de Marbella para que, en frío, decidiera que aquello no iba conmigo. Porque aunque ahora nadie parezca haberles votado -serían los avatares, en una peculiar versión primigenia de la peli de James Cameron-, en Ceuta goberno el G.I.L. Y, se quiera o no, Antonio Sampietro fue alcalde de mi pueblo.
La Marbella de los marbelleros, en la que se crió y fue preso -cosas de la guerra- mi abuelo, fue bastante más sencilla. Gente que tiene poco, pero sudado; hombres que sellaban tratos con un apretón de manos y que en su fuero interno considerarían de mal gusto aquello del notario.
Nunca me gustó esa Marbella de impresionantes chalets, descapotables y casas de restauración rápidas. Nunca me gustó esa Marbella de modelos, famosos de medio pelo y excentricidades. Porque me hablaron, y yo conocí sus restos, de una Marbella humilde, obrera, familiar.
Marbella ardió en el fuego una y mil veces: el fuego de la corrupción -que ahora se extiende por toda España-, el fuego de haberse convertido en una pequeña Sodoma, el del cobijo de personajes a los que ninguno querríamos por yerno. El fuego del dinero fácil, de la especulación y el desarrollo mal entendido.
Hoy, arden Marbella y sus alrededores. Fisicamente. Municipios como Coín, Ojen o Alhaurín, el hermoso Alhaurín, vuelven a ser portada pero no por las corruptelas o las tetas de tal petarda, sino porque el hombre sigue siendo el ánimal más imbécil del mundo. El único que trabaja para comer, oculta su desnudez o es capaz de matar a sus hijos y quemar sus montes por una venganza.
Me duele la Costa del Sol, como me han dolido León, el Ampurdá o Valencia este verano. Me duele pensar que, en el fondo, seguimos siendo la España negra: ya no matamos al clan rival en Puerto Hurraco, pero porque nos da la gana o por putear al alcalde quemamos siglos de vegetación.
Dicen que el fuego purifica y que de las cenizas hacia arriba sólo se puede construir. Estoy convencido de que así será. Marbella, la de los marbelleros -madrugón, ducha rápida, cafelito y a currar- lleva décadas demostrándolo.
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