Nunca tuvo el carisma de Pedro Delgado, Laurent Fignon o Claudio Chiapucci. Nunca transmitió la ternura y cercanía de Fernando Escartín buscando aire de donde no lo había, rezumando coraje mientras languidecía a cada pedalada. No tuvo entre sus compañeros el respeto unánime de un Miguel Induráin que ganaba y dejaba ganar. No. Lance Armstrong era completamente distinto.
No era la elegancia en el pedealeo de los Gianni Bugno, Erik Breukink o Cadel Evans. Norteamericano, tejano, poco dado a ceremonias, sólo tenía una cosa entre ceja y ceja: ganar, arrasar, avasallar, superarse a si mismo y a la historia cada año. Durante su dictadura (1999-2005), apenas dió síntomas de debilidad. Sólo Ulrrich y Vinokourov en el Tour de 2003, el mismo en que Joseba Beloki acabó en el suelo cuando se dio cuenta de que para ganar al menos había que intentarlo, le hicieron parecer humano, batible. Pero sólo eso: parecer. Ganó aquel Tour y otros dos más, y certificó sus últimas apariciones con un dignísimo tercer puesto a la sombra de Alberto Contador.
Serio y altivo, tan conocido por su trayectoria en la carretera como por sus amistades/romances con el famoseo hollywodiense -romances con Sherryl Crow, amistad con Matthew McConaghey o Robin Williams-, su historia era demasiado hermosa, demasiado americana como para que Francia se la creyese, llegó a afirmar. Y razón no le faltaba.
Esta madrugada ha tirado la toalla. Afirma que no se defenderá de las acusaciones de dopaje contra el, y que, por tanto, le da igual que le desposean de sus siete Tours. Curiosa historia esta de la normativa ciclista: lo que está prohibido en Italia no lo está en España o Francia, mientras que la UCI ni está ni se le espera. Curiosa historia la de este deporte en que sus practicantes, lejos de tener el amparo de sus dirigentes federativos, tienen que sacarse una muela infectada sin anestesia no sea que de positivo.
Curiosa cara dura la de los dirigentes que claman por un ciclismo limpio, pero no se resisten a hacer etapas kilométricas porque el alcalde de tal pueblo de mala muerte ha pagado una millonada para que se vea la iglesia y su cigüeñal. Curiosas algunas actuaciones judiciales: arruinando la vida al ciclista que, a veces, no sabe que lleva el vinagre con el que se ha rociado su ensalada, mientras los "mengueles" con batas blancas siguen disfrutando de sus ganancias en libertad.
Por supuesto que hay tramposos en el ciclismo, como en toda actividad humana. Faltaría más. Y por supuesto que ha habido ciclistas que sabían lo que hacían en cada momento. Pero el caso de Armstrong es distinto.
Lo es por una duda: si se tenía la certeza de que su tratamiento contra el cáncer le ponía en ventaja con respecto al resto ¿por qué se le dejó competir?. ¿Puede tener algo que ver que Le Gabaché lleva casi tres décadas, y lo que te rondaré morena, sin oler un Tour?.
Da igual que en el suplemento especial de cualquier periódico el día de mañana figure como descalificado. El ha ganado el tour más importante: el de la vida. Un día, en las plantas de oncología de todo el mundo se escucharon aplausos para el hombre que volvió de la muerte. La esperanza, para millones de enfermos, no vestía de verde, sino de amarillo en los Campos Elíseos. Una vez escribí que me subí a su bicicleta en ese momento. Y sigo sin bajarme de ella.
Thank you, champion.
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