En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiso acordarse el manco inmortal, ha mucho tiempo que vivió un hidalgo de los de lanza en astillero. Cuyas andanzas por la febril imaginación de Miguel de Cervantes fueron, y siguen siendo, el mejor de los retratos de esta cosa llamada España, que cultiva la veneración por los perdedores y que encuentra cierto punto romántico en la derrota y la melancolía.
El quijote era un ser, en efecto, ridículo. Poseídas sus entendederas por las lecturas de novelas de caballería, creyó necesario llevar a la práctica las historias de nobleza, lucha por el desfavorecido y entrega hasta el final en virtud de hacer resplandecer unos valores.
Don Quijote, personaje ficticio pero más real de lo que creemos, no dudó en embutirse su ridícula figura entre latas y yelmos, para hacer justicia allá donde fuera preciso. El manchego más universal –si, más que Almodóvar y Andrés Iniesta- no dudaba en socorrer a una dama en apuros, a un trabajador oprimido o en luchar contra los molinos que se tornaban gigantes a la vista de su mente trastocada. O intentarlo.
El quijotismo nació con las páginas de Cervantes. Podríamos definirlo, sin andarnos mucho por las ramas, como el intentarlo aunque no demos ni una, como el ir a arreglar algo y hacer mayor el estropicio. En definitiva: en tener buenas intenciones pero, como dice el chiste del peor futbolista del mundo, meter un gol y fallarlo en la repetición.
En un lugar de Andalucía, llamado Marinaleda, hace sesenta años que nació otro hidalgo que creyó ser Quijote. Y quijotes son quienes crean ver en el a una reencarnación del caballero de la triste figura. Se llama Juan Manuel Sánchez Gordillo.
Afirma ser un defensor de los derechos de los oprimidos contra el más salvaje de los capitalismos. Sería hermoso creerlo, de no ser por sus patéticas invasiones de supermercados o fincas que son propiedad privada. Y la propiedad privada, se quiera o no, es una de las condiciones que diferencian a los países civilizados de la jungla.
En un lugar de Andalucía, llamado Marinaleda, un carnicero tuvo un día la necesidad de cambiar las cosas en su pueblo presentándose por un partido que no fuera el de Sánchez Gordillo. Aquel hombre recibió amenazas e insultos que le llevaron a desistir de su empeño.
Al Quijote manchego se le veía con ternura y piedad por parte de sus semejantes; al paso del de Marinaleda cierran los comercios y aplauden los amigos de ETA. El Quijote que luchaba contra los gigantes o cortejaba a Dulcinea del Toboso pasaba mil penurias por atender a un necesitado; el que predica pan, tierra y trabajo pierde un iphone de unos cuantos euros, y cobra casi seis mil a final de mes. El primero es un ejemplo ficticio, pero cercano y entrañable, de lo que podríamos entender como nobleza de espíritu. Al segundo, en la prensa internacional, lo comparan con el primero. No tienen ni idea. Cervantes se mofó de España con un personaje inventado, que merece por ser parte de nuestra carta de presentación ante el mundo, admiración y respeto. El mismo al que se le falta cuando se le compara con el cuatrero de la Estepa. Y por cierto, que hay para todos: no son gigantes y si aspas del mismo molino. Son banqueros, fondos de inversión y concejalitos de pueblo ávidos de fama y portadas.
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