lunes, 21 de noviembre de 2016

El espejo de España

Tan a fuego se nos grabó aquello de que Europa empezaba en los Pirineos que por toda brújula siempre hemos entendido el Norte. Sin embargo, la historia nos demuestra que España tiene una referencia más cercana y con más paralelismo con nuestro país.
Nuestros imperios fueron en otros tiempos repeticiones de los suyos, que tampoco vieron ponerse el sol; ambos son los dos países europeos con más historia católica. Y también pasaron antes nuestros miedos actuales: hace más de dos décadas que se acostumbraron a votar con cada cambio de estación o a que ningún Gobierno les durase más de seis meses. También hace dos décadas un juez valiente, llamado Antonio Di Pietro, empezó a indagar en las alcantarillas del poder hasta el punto de que sus partidos políticos tradicionales acabaron diluyéndose entre el insoportable hedor a corrupción y el auge de populismos de toda ideología. Por cierto, que Di Pietro pagó con una controvertida salida de la magistratura su osadía y acabó en política con más pena que gloria. ¿Les suena, verdad?.
Ellos sufrieron el terrorismo antes y con más virulencia que nosotros. Un terrorismo cercano al marxismo en lo teóricamente ideológico. Y un terrorismo que perdió el apoyo popular, enfilando el camino de su desaparición, con un crimen con cuenta atrás. Aldo Moro, el hombre con la extraña virtud de tocarle las narices a demasiada gente al mismo tiempo, aparecía en pleno centro de Roma tras un agónico secuestro con el chantaje como fondo. Fue veinte años antes de que el corazón de España se helase cuando a un anónimo contable llamado Miguel Ángel Blanco le dieron 48 horas de vida. Mario Moretti, autor material del crimen del ex premier, vive hoy una placentera vida como ingeniero informático en algún lugar de Milán. Jamás mostró arrepentimiento. ¿También les suena, verdad?. Nosotros creamos la Santa Garduña; ellos la perfeccionaron con la mafia. Rivalizamos en aceite de oliva y picardía. Nuestro único mundial de fútbol viene, además, precedido del último de su gloriosa historia balompédica.
Nuestra referencia, el anverso de nuestra moneda, el espejo en el que la historia nos obliga a mirarnos es Italia. Cuyo primer ministro actual, Mateo Renzi, se encuentra sin moneda propia, con el riesgo de que no quede ni un sólo banco de capital nacional -lo que significa, en la práctica, ser un protectorado de Berlín- y plantea un arriesgado referéndum que puede socavar aún más los endebles cimientos de la otrora orgullosa Europa. ¿De verdad alguien cree que nuestras referencias históricas comienzan en Port Bou?.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

¿Quo vadis, Europa?

La victoria de 'Trump the man' en las presidenciales de los Estados Unidos no debe considerarse como un problema sino como un síntoma. Suscribo una frase del maestro Iñaki Gabilondo, que nos da la razón a quienes íntimamente pensamos desde hace años que en ocasiones como la que nos ocupa el problema no es lamentarse por el qué, sino preguntarse por qué. 
El caso es que el triunfo del multimillonario norteamericano no supone nada a lo que los Estados Unidos no estén acostumbrados. Desde el final de la II Guerra Mundial, la alternancia republicanos/demócratas  en periodos de ocho años solo se ha roto en la reelección fallida de Carter y con Bush padre recogiendo los frutos del Reaganomics en 1988. Y el sistema de renovación de cámaras permite ejercer un contrapoder a las funciones presidenciales que puede, en un par de años, frenar en parte el ala más salvaje del Partido Republicano.
Nacen dos ejes que, lejos de hacerse contrapoder, pueden tejer una alianza: Washington y Moscú, por mor de las complicadas y parejas personalidades de sus dos líderes. Que, encima, no se han andado por las ramas a la hora de declararse su pública admiración. Ambos son países muy parejos: reservas energéticas, ejércitos poderosos, economías amenazadas por la pujanza china y un mundo por repartir con el Pacífico como terreno de juego. ¿Por qué no ser amigos?, cantaba Dani Martín. 
Con la victoria de Trump, lo que se tambalea es el andamio fundamental de occidente en los últimos años. No es una casualidad que Hillary Clinton fuera vista como parte del establishment -casta en castellano-, y que Trump aprovechase ese agotamiento para ofrecerse como un soplo de aire nuevo ante el tedioso continuismo que ofrecía la ex primera dama.
Y no es casual el momento. El Brexit, el auge de los movimientos nacionalistas en Alemania o Hungría, la sensación de alejamiento entre las clases trabajadoras y una dirigencia comunitaria cada vez más enferma de mediocridad. Y la izquierda comunitaria está en estado terminal.
De todos los países con relativo peso en Bruselas, solo tres tienen gobiernos de izquierda. En Francia y Grecia, la contestación social a las reformas laborales o de pensiones han sido contundentes. En Italia, la crisis financiera amenaza con dejar al país trasalpino sin un solo banco de capital nacional. Lo que deja, en la práctica, a Renzi como plenipotenciario de Berlín más que como primer ministro. 
Y sin embargo, la misma izquierda que contesta en las calles como nunca antes tiene cada vez menos representación parlamentaria. En España, sin ir más lejos, mientras las clases medias han sufrido como nunca antes en la Democracia, Rajoy aumenta sus réditos electorales. Las diferencias salariales se acrecientan con una Troika complacida de hacerse el harakiri a golpe de austeridad. 
¿Por?. Trump hace un discurso antiglobalización, proteccionista, de unidad. El mismo que Le Pen en Francia o Farage en Reino Unido. Si: la extrema derecha y el populismo han secuestrado las consignas de la izquierda, aunque ello vaya a suponer dejarnos por el camino el bienestar social que había sido marchamo europeo. El problema, pues, no es de Estados Unidos. Es de un Viejo Continente incapaz de reaccionar con decencia ante crisis migratorias, ausencia de políticas energéticas propias o falta de oportunidades laborales. Es de una Europa que, en un tiempo, fue una buena idea y ahora camina a ser un gigantesco parque temático.