domingo, 17 de julio de 2016

Roma: bendito caos

A los alemanes les pasa en el Mediterráneo lo que a los sevillanos en Andalucía: se les aguanta por ser la capital. De ahí que nadie puede extrañarse que, días después de la eliminación española a cargo de Italia en la Eurocopa, españoles e italianos compartamos bandera y desgracia desde el punto fatídico.  Coger un taxi un cuarto de hora antes de un encuentro de la Azzurra y preguntarse como es posible que ningún italiano gane el mundial de F1 desde 1960 forma parte del mismo ejercicio. "Romántico ¿eh?", pregunta nuestro Farina mientras esquiva a ciento y pico -con una mano en el volante y la otra en el móvil- y en línea recta la tercera rotonda del trayecto. Un trayecto que desemboca a la hora del atardecer en el Giannicolo: una hermosa colina en la que conviven la Embajada de España, una iglesia inaugurada por Alfonso XII y el altar a Garibaldi coronando el Trastevere. Un lugar desde el que es posible entender, viendo la vista general, a que se refería Paolo Sorrentino con La Gran Belleza. Una belleza decadente, en  cuya visión se anuncian inmensas cúpulas en contraste con los pisos donde se rodó la dura y casi vigente Ladrón de Bicicletas. 



Lo mejor de Roma, como de cualquier ciudad, es fijarte en los detalles que no vienen en la guía turística. Así, llama la atención el pomposo homenaje de Montevideo "a la cuna de la latinidad" justo en la entrada de la legación española. Mientras, decenas de turistas se agolpan para hacer fotos a los sibaritas habitantes de la colonia gatuna ubicada en los restos arqueológicos junto a  Torre Argentina. Me encuentro un grupo de veinteañeros,  tal vez ignorantes de que en el Largo Arenula donde se retratan a los felinos tuvieron lugar los dos magnicidios más recordados de la historia de Italia. Al final de la calle, algún cachondo decidió completar el círculo rotulando una pequeña plaza con el nombre de Enrico Berlinguer. A no mucha distancia reposa el fundador de uno de los partidos más influyentes de la historia: la Iglesia del Gezú es un continuo peregrinar de miembros de la Compañía de Jesús para venerar los restos de Ignacio de Loyola. Sentarte ahí a tomar un café -si lo pides con hielo, te miran cual sacrílego- es sentir el beso de la historia. 

Los semáforos son como Trajano: se sabe que alguna vez estuvieron en Roma. Cruzar la calle es una auténtica odisea, ya que a duras penas se respetan los escasos pasos de cebra existentes. Apuesto a que el transporte público será lo peor valorado por el COI de cara a los JJ.OO del 2024. El romano, amable y servicial, ve  habitual que tranvía y taxi compartan vía separados por apenas unos pasos. En una ciudad en la que encuentras una necrópolis a la que corres un tabique, solo hay dos líneas de metro. La tercera lleva quince años en construcción: me cuentan que han aparecido no se cuantos enterramientos y cuarteles de la época imperial. Al margen de las mordidas: mi interlocutora me habla de España como un país serio (sic) en asuntos de corrupción. El tranvía cumple con eficiencia además del autobús en el que entrar sin pagar se convierte en algo tan cotidiano como la alergia en primavera. En cuanto a la comida, no le den más vueltas. Carne asada, pizza y pasta (exquisitas) o, directamente, bocadillos de hamburguesa. La mejor sorpresa gastronómica la encuentro en el Bistrot Shabby, justo al principio del Trastevere. Su simpática propietaria, de piel negra con experiencia en Ibiza o Londres, afirma con retranca ser más romana que la Fontana de Trevi. 
Porque Roma, hablando de la celebre fuente es, ante todo, un canto a Stendhal. No es de extrañar que Miguel Ángel tirara el cincel y preguntara a su Moisés cuando pensaba hablar al terminar su obra. Tampoco que el Vaticano sea uno de los lugares más visitados del mundo: creyentes o no, todos abrazan a Rafael, o Miguel Angel como a cualquier relicario. Merece la pena ignorar los treinta y tantos grados para pasear por el Foro o el Coliseo. En Villa Borguese entiendes que la perfección existe viendo los matices de cualquier escultura de Bernini. Hasta el mastodóntico altar de la patria construido por Mussolini tiene cierto encanto. Y es que todo el centro desemboca en esa obra cumbre de la egolatría fascista: quiso hacerla más alta que cualquier iglesia de alrededor y que el vecino Coliseo para mayor gloria suya. Por cierto, que el personaje de marras no dudó en destruir la vía de acceso al Foro para construir una carretera en la que pasara el, imitando la entrada de César en la ciudad. Dos mil años de historia claudicando ante un dictador. Piazza Navona y Panteón de Agripa son lugares llenos de vida, de alegría, cuasi oníricos. 
                                             
Roma. Un caos, bendito caos, en el que uno se sumerge encantado. Y convencido, una vez más, de que la historia de Europa tiene sabor latino.