sábado, 15 de febrero de 2014

La playa de la muerte

A principios de aquellos años 2000 en los que no mandar el niño a Dublín a practicar el inglés en verano, no veranear fuera o no tener televisión de pago era síntoma de andar canino, mi amigo Mohamed Laarbi me llamaba a la redacción de El Pueblo de Ceuta de cuando en cuando para hacerme ver una queja que los vecinos de Príncipe Alfonso le hacían llegar a la Asociación que entonces dirigía: la playa del Tarajal. Decía que era la más antigua de Ceuta, que estaba abandonada y que a los vecinos del hoy televisivo barrio les asistía el derecho de tener tan cerca y tan en condiciones su playa como nos pasaba a los del Polígono con el Chorrillo o a los del centro con La Ribera. No era, por desgracia, el único problema del Príncipe ni  por supuesto el más grave, puesto que el escenario de los amoríos de Hiba Abouk y Alex González se ha ido cocinando durante años y a fuego lento. Pero si recuerdo aquellas conversaciones.

La playa de El Tarajal es un lugar bello. Como tantos en una ciudad privilegiada con los mejores atardeceres del mundo.  Pero a veces, como el caso, el capricho de la naturaleza es un manto sobre historias de miedo y desolación. Es la España Vinícola, lugar de un crimen que estremeció a la Ceuta de los sesenta. Es el lugar de espectaculares puestas y nacimientos de sol donde un cinco de septiembre mataron a un hombre bueno llamado Antonio Sánchez-Prado junto a algunos de sus colaboradores.

La playa de El Tarajal invita a mirarla con el sol cubriendo de rosa cualquier atardecer de poniente; a  fijarse en aquella Piedra del Pineo en cuya base pusieron los pescadores una Virgen del Carmen. A ella bajan cada 16 de julio a pedirle con flores protección para los muchos marineros que salen a faenar. Y, supongo, que perdón para aquellos que se tragó la mar, como los protagonistas de aquel 12 de diciembre a los que se honra cada año en forma de villancico, como esos hombres del mar que fallecen en los doce meses anteriores y a los que siempre se dedica la primera "levantá" de la Estela de los Mares, para luego ir parándola frente a las casas donde falta alguien por primera vez.  En ese barrio donde se establecieron los pescadores tras el fin del Protectorado. Hay un curioso llano con palmeras y restos de escombros, donde a mediados de los 80 murió Hassan, aplastado mientras dormía en su barraca por un muro de contención que arrastró el levante. Por no hablar de la pequeña arrollada por un vehículo durante  el pasado verano.
   Momento del rescate de un cadáver el 16/02



Pasear por Martínez Catena hasta la frontera es, además de un sano y concurrido ejercicio, recorrer un camino de olor a salitre, últimos vestigios de la pesca artesanal o hermosos rincones para la fotografía. Y a veces, como esta mañana, encontrarte un remolino de curiosos y cuerpos policiales contemplando como el mar devuelve a un hijo del hambre más, otro golpe a la conciencia de quienes han hecho este mundo y los que nos quejamos de cuestiones frívolas en comparación con lo que el paisaje nos ofrece. Y ella sigue ahí, como testigo silente de la vida y la muerte. Tan injusta la primera como democrática la segunda.