Nada engrandece tanto la trayectoria de un héroe como su derrota. Nada realza tanto el verde de los laureles como el sabor primerizo de la arena en los labios. Ejemplos, en la vida y en el deporte –si es que el segundo no es una metáfora perfecta de la primera- los hay a cientos. Pero nos vamos a quedar con un español que ofreció su última función, su canto del cisne, en unos Juegos Olímpicos.
Él ya había participado en unos Juegos doce años antes de nuestra historia. Pero fueron unos juegos diferentes: en Los Angeles 84, Miguel Induráin era un perfecto desconocido del que su director, José Miguel Echávarri, se atrevió a decir que algún día luciría todos los colores de líder del ciclismo mundial. Sin embargo, a Atlanta 96 el "Águila de Villaba" llegó buscando más una terapia que una medalla, más un resarcimiento que un triunfo, en la modalidad en la que hasta unas semanas antes había sido imbatible: la contrarreloj.
Julio del 96 había vuelto a despertar a España de la siesta. Todo el mundo estaba convencido de que el Tour de aquel año iba a consagrar a Induráin como el mejor ciclista de la historia, el primero en conseguir el mítico sexto entorchado. Sin embargo, los planes se torcieron. Tras una "pájara" de la que se aprovecharon Eugeni Berzín o Bjarne Rijs entre otros, Induráin se alejó del liderato. Y en una etapa diseñada para su mayor gloria, al paso por su Pamplona natal, el corredor de Banesto se desfondó del todo y cayó rendido al impresionante estado de forma del danés o a la emergente fuerza de Jan Ulrich. Luego ambos fueron desposeídos de sus victorias en el Tour por dopaje.
El caso es que Induráin era humano. Y siempre que un héroe demuestra ser de carne y hueso, empiezan a arreciarle las críticas. Y llegó Atlanta: en los juegos peor organizados de la Era Moderna, el corredor navarro buscó callar bocas. Y a fe que lo consiguió.
Estuvo a punto de no ir, pensándolo hasta última hora. Pero se decidió a repetir una experiencia que le había parecido única, pese a su discreto papel en Los Ángeles doce años antes. Y en la contrarreloj, sobre cincuenta y dos kilómetros y bajo un sol de justicia, la sincronía perfecta entre Induráin y su Espada, entre el nuevo Cid y su peculiar Babieca, se puso en marcha. Control kilométrico tras control kilométrico se iba confirmando: si alguien le daba por acabado, como Rodrigo Díaz de Vivar, Induráin vencía después de muerto. Le acompañarían en el podio el británico Chris Boardman, con un meritorio bronce, y aquel al que todos señalaron como su sucesor. Para su desgracia, Abraham Olano, de Anoeta y plata en aquella crono, fue simplemente un buen ciclista cuando la gente quería que sustituyera al mejor.
Atlanta, pues, fue testigo del último triunfo de Induráin. Ese mismo mes de septiembre intentó lograr lo que nunca consiguió, la Vuelta a España. Pero las diferencias surgidas con su entorno, y un agotamiento más psíquico que físico, terminaron por humillar a un gran campeón. Indurain nunca debió haber corrido aquella vuelta; nunca debió permitirse que su última imagen en activo fuera la de un derrotado e impotente ciclista incapaz de completar la etapa de los Lagos de Covadonga. El dos de enero de 1997, anunció que no renovaba por el Banesto pero que tampoco aceptaba las otras ofertas que tenía sobre la mesa. Que se retiraba. Hoy, a sus 47 años, vive retirado, salvo apariciones muy esporádicas de carácter publicitario, de toda actividad pública y concede muy contadas entrevistas. Pero seguro que cuando dentro de unas semanas se encienda el pebetero en Wembley, Miguel Indurain, el primer ciclista de la historia en ganar cinco Tours consecutivos al margen de batir el récord de la hora o firmar un doble triunfo en el Giro recordará que el, como tantos otros, también obtuvo un triunfo olímpico. Su último triunfo.
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