Esta serie de artículos NO es un compendio de las mejores películas de la historia del cine; son, con quien las quiera compartir, una serie de reflexiones sobre el modesto gusto de este bloguero. Advierto que pueden incluir elementos de la trama; si alguien no las ha visto, que no siga leyendo.
Dijo alguien que las mejores películas de amor son aquellas que no tienen un final feliz. Candilejas ( Charles Chaplin, 1952), ratifica desde luego tal teoría: la más formidable historia de amor del séptimo arte no es, en si, una narración en la que el chico y la chica acaban dándose el si quiero en una iglesia. Antes al contrario, es un canto a la vida: a la esperanza, a la desazón, al relevo generacional, a la muerte.
Charles Chaplin incluyó, a buen seguro, tintes autobiográficos en esta cinta. De entrada, se ambienta en el Londres de su infancia, en la capital que asistía al nacimiento de un siglo en el que el Reino Unido cedería definitivamente su liderazgo mundial con respecto a la URSS y EE.UU. No sólo eso: el payaso en el que se inspira la película fue real. Marcelino Orbés, aragonés de nacimiento, pasó por ser una de las principales estrellas de Broadway hasta que los nuevos gustos de cada generación le hicieron parecer soso, anticuado y acabar sin trabajo. Una mañana, en la modesta habitación donde malvivía, terminó con su vida.
El autor también nota como ha perdido parte de gracia. Ya no es el niño irreverente que ha puesto de los nervios al judaísmo más ortodoxo -pese a ser hebreo- ni aquel payaso inspirado, precisamente, en Orbés que fuera estrella de los primeros años de Holywood, que permitiese a su autor firmar contratos multimillonarios o fundar United Artist. La voz ha llegado al cine, y Charlot pertenece al baúl de los recuerdos. Todo en Candilejas, pues, es melancolía.
Chaplin y Claire Bloom
Chaplin se desnuda y aparece como un hombre maduro, cuyo reloj biológico le lleva a la conclusión de que sus mejores tiempos ya pasaron. Y en base a eso, a la nostalgia, al recuerdo del aplauso, el beso o el champán pagado por ajenos, gira la película.
Obtiene su perfecta réplica el personaje de Calvero en una desvalida y derrotada Claire Bloom, que trata de acabar con su vida cuando esta, apenas, ha principiado. Y del encuentro casual entre el payaso olvidado y la bailarina que exhibe bandera blanca nace la historia de amor.
Calvero tiene, efectivamente, mejor final que Marcelino. Es en un teatro, en una desgarradora escena final donde exige que sus últimos minutos de vida sean para ver bailar a la joven que ha supuesto un soplo de aire fresco, un empujón hacia delante en el momento menos esperado. Calvero, en el momento de la muerte, halla también su triunfo: sabe que al final el público tendrá siempre sus favoritos, generación tras generación, porque la vida tanto del hombre como del artista es, a fin de cuentas, como una candileja que se enciende y apaga cada vez.
Secundado (magistralmente) por Buster Keaton o su propio hermano Sidney, Chaplin deja además una gran banda sonora, que recibió el Oscar veinte años después de su estreno. El motivo era el destierro que en plena caza de brujas sufrió el actor británico de Estados Unidos, lo que impidió que su largometraje se exhibiese en las salas de cine norteamericanas hasta dos décadas después. Y frases tremendas.
"El tiempo es el mejor autor; siempre encuentra el final perfecto", asegura el personaje en un momento de la cinta. Y no falta razón al eterno derrotado, que siempre fracasa en el intento pero que vuelve a la carga al día siguiente. Chaplin o Calvero -tanto monta, monta tanto- sabe que, efectivamente, el mundo va a seguir girando después de nosotros como lo hacía antes de nuestro nacimiento. Aporta dosis de extremo realismo: su romance es imposible, por la diferencia de edad, de parececeres y de aspecto físico, y trata de pasar de modo discreto a un segundo plano. Por primera vez en su vida, Calvero quiere pasar desapercibido. Pero hasta en esto, fracasa. A fin de cuentas, como dice el propio personaje, es corazón contra razón...
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