Pablo Laso, entrenador de la renacida sección de baloncesto del Real Madrid, daba recientemente una de las definiciones de liderazgo más interesantes que he leído nunca. "El líder -decía el ex base vitoriano- es aquel que no se viene abajo en los momentos malos ni arriba en los momentos buenos".
Liderar nunca fue fácil. Ante cualquier situación, en cualquier grupo humano, los miembros de la manada siempre buscan quien les dirija, quien les asesore, quien les condene o premie. Quien tome la decisión: tarea siempre ingrata y que los cánones más puros de la comodidad recomiendan dejar para otros.
Liderar es asumir responsabilidades, saber que pueden llegar laureles pero también morder la arena. Y liderar siempre fue, por tanto, cosa de audaces, de atrevidos, de valientes. Líderes a lo largo de la historia ha habido miles de ejemplos. Los hubo que lideraron éxodos por el desierto, que lideraron a masas desesperadas para ver multiplicar panes o peces o que encabezaron hermosas revoluciones. Los hubo que, por contra, ejercieron nefastos liderazgos. Para ellos, para los que dirigían o para el resto.
La historia de la pasada centuria deja grandes ejemplos de liderazgos. Gandhi, Churchill, Ben Gurión, Atatürk, Allende, Reagan, Mandela o Suárez. Por desgracia, también ejercieron liderazgo Hitler, Stalin, Pol Pot, Pinochet, Jomeini o Franco. A algunos los podemos elevar a la categoría de santos laicos. A otros mandar a los infiernos, figurados o existentes, y solo recordarlos para maldecirles y refrescar la memoria de lo que nunca debe volver a ocurrir. Pero todos dieron un paso para adelante, en búsqueda de la libertad o de la perdición y locura más absolutas.
Liderar, por tanto, exige decisión. Y más en época de turbulencias: el capitán nunca llora ni se marea cuando crecen las olas; agarra más fuerte el timón y toma decisiones. A los líderes, a los de verdad, les toca también de vez en cuando dar cuentas. Para tranquilizar a los propios y dar confianza a los ajenos. Cuando no lo hacen, se tiende a pensar que hay vacío de poder, que algo hay que ocultar o que, en el caso del supuesto líder que se esconde, el hábito no hace al monje. España, por ejemplo, tiene un presidente. Al que deseo la mejor de las suertes. Pero un presidente que huye por el garaje, que comparece tras su ministro de Economía o que no considera necesario comparecer, en el debate sobre el Estado de la Nación, ante la sede de la soberanía nacional. Lo siento, señor Rajoy, pero sólo puedo considerarle mi presidente. Para darle la consideración de lider, hace falta ir, de vez en cuando, más allá del problema de agenda
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