Lo más descacharrante del secuestro y asesinato de Aldo Moro ocurre fuera de Roma. Una sesión de esoterismo, en la que figura como cabecilla principal quien luego acabaría presidiendo el Gobierno de Italia y la Comisión Europea, Romano Prodi. De aquella sesión -sin reflejo en títulos como Buenos días, Noche o Aldo Moro del sólido Michele Plácido- se sabe que los reunidos salieron con el nombre de Gradoli como lugar en el que la tortuosa cuenta atrás del ex premier tenía lugar. Gradoli, un pueblecito anónimo de la costa italiana, fue tomado por la policía, que no dejó casa por registrar ni alfombra por levantar en la infructuosa búsqueda del celebérrimo reo. Solo su viuda cayó en la cuenta de que podía ser también el nombre una calle romana. Algo descartado en principio por los investigadores. Curiosamente, ese es el nombre de una vía que, para más INRI, se encuentra situada no muy lejos de la tumba de Nerón.
Prodi aún vive y, que se sepa, está en buen estado de salud. Viendo que no tiene mucha perspectiva política por delante, no estaría de más que cerrara parte del círculo conspiratorio y aclarase si aquel nombre provenía del Más Allá o la farsa era la sesión de espiritismo con la excusa de proteger a algún confidente.
El caso es que el recurso al otro lado, sobre el que nuestra única literatura procede de dogmas de fe, ha sido habitual en los asuntos de Estado. Churchill viajaba con un gato negro en la convicción de que el animal repelería la mala suerte. Durante sus ocho años de Presidencia, el matrimonio Reagan contó con un astrólogo de cabecera. El deshielo con la URSS, el escándalo IranContra o la kafkiana invasión de Granada decidiéndose en los posos del café. Por no hablar del caso más célebre de todos: el de Rasputín, acaso un cantamañanas venido arriba que supo aprovecharse de la debilidad de los zares para ser el personaje más importante de la última Rusia imperial.
Por tanto, si los hombres de Estado recurren a tan tribales prácticas, no se le puede pedir menos a la población. Hoy, un artículo de Juan Rada en "El español" recuerda un trauma común de mi generación: el niño pintor de Málaga. Alguien que, simplemente, se esfumó. La desaparición de un chaval reservado, aplicado en los estudios y con unas precoces dotes pictóricas dió lugar a todo un rosario de fábulas y leyendas urbanas. Por no hablar del clásico desfile de mediums consultadas por la policía.
Rubén Blades sostiene que los desaparecidos buscan el agua en los matorrales y vuelven cada vez que alguien los recuerda. Tal vez tengamos que agarrarnos como clavo ardiendo a esa canción o al espíritu de Melquiades en el hogar de los Buendía para convencernos de que hay algo que aún se nos escapa. En el plano divino. En lo humano, la verdad puede ser todavía más dolorosa que la triple y eterna pregunta, que se pretende resolver en estos casos: ¿dónde, quien y, sobre todo, por qué?
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