Entendí que la vida iba en serio cuando tuve que acudir, por primera vez, al funeral de un compañero de colegio. Un chaval excelente, al que una putada llamada cáncer óseo no le permitió ni siquiera cumplir la edad mínima para ejercer el derecho al voto. Años después, desarrollé una suerte de amistad con su padre por estos azares del periodismo. Me contaba emocionado detalles que bailaban la yenka entre los terrenos de la ternura y de la nostalgia infinita de quien sufrió la mayor derrota que puedo imaginar para ser humano alguno.
No era fácil ser disléxico en los ochenta. Hoy, yo mismo hago chistes sobre ese trastorno que me acompaña desde que nací. "Los respetos merecemos un disléxico", suelo comentar. NO habría llegado a escribir separado más de tres palabras seguidas, ni a leer con fluidez de no ser por una de esas personas especiales que, de vez en cuando, se cruzan en nuestra vida. Un auténtico luchador, alguien que me hizo admirar desde entonces la profesión de psicologo. Alguien cuyo fallecimiento me comunicaron en días pasados tras décadas de una lucha sin cuartel contra el cáncer linfático.
Derramé las lágrimas mas amargas de mi vida por alguna amiga que contaba chistes hasta la última vez que hablé con ella. Todos sabíamos que se moría; ella lo intuía pero presiento que, incluso llegando el final, aprovechó para reírse de mi con las bromas de costumbre sobre el tamaño de mi cabeza. En el fondo, entiendo que los que estábamos engañados éramos el resto. O el recuerdo a un entrañable compañero de profesión con el que compartía desayuno en junio del pasado año para acudir a darle el último adiós días después de mi boda. Fulminante. No me olvido tampoco de alguien tan joven como brillante cuya invitación para tomar café decliné. "La próxima vez que nos veamos", respondí apremiado por el reloj en una de esas mañanas en las que hay que hacer demasiadas cosas en muy poco tiempo. Nunca he lamentado tanto rechazar un puto café, ya que apenas semanas después sentí como un cuchillo la bofetada de su marcha. Y tantos y tantos casos de personas derrotadas en la guerra civil de su cuerpo...
No olvidaré mi última conversación con Paco Antonio González. "Sólo pienso en las patatas guisadas con rayas que me voy a comer mañana". Pongo su nombre en negrita no por razón de su cargo, sino porque en su condición de personaje público rehuyó cualquier mentira piadosa y llamó a su enfermedad por su nombre: cáncer. Como Carmen Cerdeira, antecesora suya en el cargo que en uno de los discursos más arrebatadores que he presenciado nunca se quitó el sombrero que cubría su cabeza rapada. "Ya está bien de que las mujeres tengamos que estar pendientes de nuestra imagen hasta en la enfermedad".
El cáncer no ha salpicado directamente a ningún miembro de mi familia. Pero si he conocido gente que se evaporó como un terrón de azúcar en un vaso de gaseosa. Otros, afortunadamente, viven para contarlo y a otros les deseo toda la fuerza del mundo. Anoche, mientras veía Armstrong Lie mi mujer me preguntó que había sido del farsante tejano. "Espero que ande mendigando", dije. No me duele tanto su dopaje sino haber quebrado como añicos tantas esperanzas en las plantas de oncología de todo el mundo.
La lista de enfermos de cáncer que visibilizaron la enfermedad es interminable. Por citar solo a dos, mencionaré a las dos voces por cuya posesión estaría en condiciones de pactar un año de mi vida. Luciano Pavarotti o Rocío Jurado. Entre tantos otros.
En los últimos días, en redes sociales se ha desatado una campaña de estas con las que queremos demostrar ser más solidarios que nadie. "Diez selfies para visibilizar el cáncer". Selfies en la playa, en el baño, en la barra del bar. Un desafío en toda regla, como ven.
¿De verdad hace falta esto?. ¿Alguien piensa que va a ayudar a los enfermos de cáncer, a los científicos que luchan contra ese mal por hacerse una foto?, ¿O, como en el caso de los niños con ojos saltones y estómagos hinchados, queremos ser los más molones de la cyberpandi dando de paso rienda suelta a nuestro yo más morboso?
Que nadie me invite a una cadena de estas, por favor. Salvo que aparezcamos todos con un donativo para la Fundación Josep Carreras o el laboratorio de Atanasio Pandiella. Por mencionar solo dos casos. Dios no nos abrirá las puertas del cielo por escribir amén en Facebook y no acabaremos con el hambre ni con la enfermedad por hacernos una foto. Pongámonos, pues, manos a la obra en función de las posibilidades de cada uno. Eso es luchar contra esta enfermedad. El resto, simplemente, postureo del malo.
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