Jean Francois Bernard recibió una llamada aquella noche en su habitación. La misión era doble: encontrar un dentista a las tantas de la madrugada capaz de hacer un trabajo para un paciente importante y hacerlo de modo discreto. El francés tiró de contactos y el "VIP" pudo sentarse en la mesa del dentista. Con una excepción: el empaste había que hacerlo al natural puesto que cualquier anestesia daría positivo. El VIP se llama Miguel Induráin.
El ciclismo está en duda desde hace años. Gracias a un tramposo llamado Lance Armstrong y a un puñado de "Mengueles" de carretera que no dudaron en desafiar las leyes más elementales de la ética deportiva, sino también del respeto a la vida ajena. Me parecen demasiadas casualidades algunas muertes de figuras del ciclismo poco después de dejar la competición. Sobredosis, cánceres hepáticos o tendencias suicidas engrosan el palmarés más negro del deporte de las dos ruedas.
Hace algunos años, un ya ex ciclista me respondía con sorna que no existían anabolizantes en su deporte: que para subir el Tourmalet bastaba con una manzana y un botellín de agua. Les hemos machacado con nuestra doble moral, pero no desechamos la posibilidad de sentarnos delante del televisor a ver a hombres a bordo del desmayo subiendo curvas complicadas incluso para la moto o el coche. Nos quejamos de que se "dopan", pero que nadie nos quite nuestra siesta veraniega.
Las organizaciones sobre las que se sustentan las tres grandes vueltas se llevan las manos a la cabeza ante cualquier positivo, pero ninguna renuncia a etapas intrascendentes solo porque el alcalde de cualquier pueblo perdido en mitad de ninguna parte pague una millonada para que se vea a lo lejos un campanario con tres cigüeñas en lo alto. Un ciclista siempre está bajo sospecha, pero nadie se plantea que si queremos un deporte verdaderamente limpio igual habría que plantearse etapas de no más de cien kilómetros o grandes vueltas de un par de semanas. Como mucho.
No, no justifico el doping. Maldigo a trileros que no duda(ro)n en manchar el nombre de su deporte con tal de entrar en los anales de la historia. Pero somos demasiado exigentes y alcanzamos la intransigencia ante cualquier señal de "algo raro". Un futbolista se infiltra y es un héroe. Un ciclista lo hace y es un proscrito, cuya vida puede arruinarse. Literalmente.
Ciclistas que en muchas ocasiones se ven obligados a doparse, porque de ese deporte solo comen cuatro y el resto tienen que repartirse algunas migajas a las que solo se tiene derecho en función de resultados. No, no me parece que el ciclismo esté más bajo sospecha que otros deportes de alto nivel. Cuenta algún estudio que subir el Angliru, Mortirolo o Mont Ventoux puede exigir al ser humano un esfuerzo que tiene en el fatigoso vuelo del colibrí su único equivalente en el reino animal. ¿Con una manzana y un botellín de agua?. Reformemos el ciclismo, hagamos carreras más cortas y lentas, garanticemos una supervivencia mínima de sus profesionales una vez colgada la bicicleta y después hablemos. En la siesta babeante y el comentario de barra de bar poca solución se puede hallar. Lo siento, pero a campeones como Induráin -criticado por algunos en este país por no ser capaz de ganar el sexto Tour seguido-, Fausto Coppi o Claudio Chiapucci los tengo en el más alto de mi Olimpo deportivo. Estas críticas las hacemos mientras nos rompemos las vestiduras por un fútbol no ajeno a nandrolonas, papillas u hormonas de todo tipo. Doping; lo hay. Doble moral e hipocresía: en la misma proporción.
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