Desde hace varios meses, se ha instalado en mi casa. Y no es una convivencia fácil: discutimos a todas horas, pese a mis frustrados intentos por convivir. Yo nunca pensé que me vería obligado a tener que andar con cuidado por mi propio hogar a la hora de no molestar, que alguien intentara echarme de la casa que tantas noches de desvelo y un largo matrimonio con el BBVA me ha costado.
En la rutina del día a día, encontramos algo de paz. Yo me voy por la mañana, vuelvo casi de noche, y los roces son menores por que pasamos poco tiempo juntos. Pero los fines de semana la situación es casi insostenible: me implora que, o haga el favor de morirme, o al menos me vaya a trabajar.
A veces, lo reconozco, entre tanto reproche me he sentido culpable. Pero ¿qué coño?. Esta es mi casa, yo la he pagado, y no tengo la culpa de no tener terraza o vistas al mar. Me gustaría que las cosas fueran mejor, pero he hecho -y sigo haciendo- todo lo humanamente imposible por ello.
Incluso rascándome el bolsillo. No falta el fin de semana en que trate de limpiar asperezas mediante una buena cena, no falta el día en que llegue del trabajo y no haga un mimo, una caricia. Para recibir una bordería a continuación. Y sufrir sus celos. Y aguantar las coñas de la gente sobre su gordura.
A fin de cuentas, no me quejo. Y lo entiendo. El no tiene culpa de que su dueña y yo hayamos iniciado un proyecto de vida en común. Y no se preocupen por esto: el no lo entenderá. Se llama Mischi, es un atigrado de once años, y no se lo digan porque lo que me haría falta es que intuyera un mínimo de debilidad. Pero ese canalla me tiene engolfado...
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