Lo primero que quiero decir es que me siento profundamente orgulloso de tener una capital como Madrid. Vaya por delante que yo quería que ganara, que me quedé petrificado durante cinco minutos cuando el sujeto que preside el COI contó que nos eliminaba Estambul y que si creo que la Villa y Corte ha sido un poco el "pim pam pum" del movimiento olímpico. Me apena que este sea un país que celebra sus propias derrotas y que haya gente que se alegre de la decepción que millones de personas se han llevado sólo porque no les gusta el Gobierno de turno. Conste que no soy un profeta, pero me hubiera encantado equivocarme cuando dije que el factor turco -que Estambul evitase una derrota humillante y luego los delegados votasen a quien les daba la gana-influiría o que la sospecha de que cuanto más haya que construir mejor le irá a una candidatura esté cada vez más fundada. Y que quede claro que el COI debe cambiar algunas cosas: si la puñetera rotación de continentes es tan importante, que acoten cada elección a una zona del mundo -como ha hecho la FIFA- y santas pascuas. Dicho lo cual, celebraré la derrota de la capital francesa para el 2024 con las mismas ganas que hubiese celebrado ayer la victoria española. Espero que New York, Ciudad del Cabo o Jerusalén -¿qué mayor canto a la confraternización?- se animen.
Dicho todo esto, la derrota de Madrid debe servir para extraer varias conclusiones. La primera de ellas, es que Madrid no debe volver a intentarlo. Ahora llega el momento de amortizar las infraestructuras -campeonatos del mundo, finales de Champions o Euroliga, torneos continentales, etc- porque la capital no será ciudad olímpica en la primera mitad del siglo. Pero ni Madrid ni ninguna ciudad española: Sevilla lo intentó en 2004 y 2008 y no le auguro ninguna fortuna a Valencia o Bilbao, por poner ejemplos. En ese sentido, no me importaría que los Juegos de Invierno fueran en Barcelona-Pirineos, pero no me quiero ni imaginar las preguntas del COI con el informe Ribó, el caso ITV o el proceso separatista como añadidos a los seis millones de parados o la lucha contra el dopaje. España debe ver las próximas siete u ocho elecciones olímpicas con la tranquilidad del ajeno. No sólo Bárcenas; el cainismo español también cruza fronteras.
¿Por?. Sencillamente, porque no tenemos peso diplomático. Sencillamente, porque tenemos muchas lecciones por aprender: gobierno, y ciudadanos. Desde la más elemental -si no se habla un buen inglés, es mejor expresarse en castellano que hacer el ridículo internacional- hasta otras de calado más profundo. Rajoy gritó y mitineó, diciendo ante el COI lo mismo que hubiera podido decir cualquier mañana de domingo en el encuentro para afines de turno. Pilar de Borbón hablaba ante los periodistas de que lo de ayer era un paripé, en contraste con la perfecta presentación japonesa.
España es un gran país, pero necesitado de un gran reseteo. Hasta que no seamos capaces de arbitrar medidas y aplicar unas cuantas sentencias ejemplares contra la corrupción. Hasta que los ciudadanos de a pie prefiramos quedarnos en casa y mandar a la mierda a la empresa que nos ofrece la ilusión a créditos antes que irnos de vacaciones con un préstamo rápido. Hasta que no veamos como algo extraordinario, sino normal, que un presidente o el alcalde de una ciudad importante hable al menos un idioma al margen del materno. Hasta que no nos olvidemos de tener lo mismo que el vecino -sea el coche o sea la universidad o el aeropuerto- sin preguntarnos primero si podemos pagarlo o hasta que no nos demos cuenta de que se ha sembrado la cultura del odio entre compatriotas para que se mantengan los de siempre, no estaremos en condiciones. Y mientras los gobiernos regionales más corruptos sigan siendo, también, los más votados, debemos quedarnos calladitos y en casa. Podemos hacer grandes cosas, pero primero nos lo tenemos que hacer mirar.
Por cierto: enhorabuena a Tokio. Sinceramente, me alegro por ellos
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