sábado, 2 de agosto de 2014

Esperando a Lucky Luciano

Cuando Lucky Luciano mandó hundir un crucero en el puerto de New York no sólo estaba perpetrando un cruel y gratuito  atentado terrorista. Estaba mandando un mensaje de poder a una CIA desesperada porque todos los barcos que salían con provisiones a las tropas combatientes en Europa eran hundidos sistemáticamente a una determinada altura: en el puerto de la ciudad de los rascacielos, mandaba el.
La inteligencia norteamericana interpretó el mensaje y aquellos agentes nazis que trabajaban infiltrados como estribadores fueron literalmente barridos. Luciano estaba en la cárcel, si, pero sabía que su presidio era cuestión de tiempo. El que fuera necesario para que el Gobierno Federal le pidiese el trabajo sucio que no está al alcance de un gobierno democrático.
El siguiente encargo llegó años más tarde. Con Hitler empecinado en la conquista soviética manteniendo dos frentes abiertos, la suerte de Mussolini estaba echada. El Desembarco de Sicilia era necesario. EE.UU volvió a recurrir a su enemigo íntimo. Un telefonazo a los primos y comenzaron los actos para propiciar que el sur de Italia fuera el escenario del desembarco de la Flota norteamericana.
A cambio, hubo que pagarle una factura ciertamente elevada. Que los primeros alcaldes de Sicilia fueran de la familia  -no es lo mismo que familiares: ya me entienden-, algún trabajito para los amigos del puerto de Marsella y el capricho con unos amigos de tener algún casinito y unos hotelillos en algún lugar de Nevada llamado Las Vegas. Que los primos sicilianos hoy sean conocidos como Cosa Nostra, que Marsella haya sido el gran almacén de cocaína del sur de Europa durante décadas o que Las Vegas sea lo que es hoy en día igual es casualidad.
Con el paso de los años, hemos ido conociendo estos tratos. Lo que convierte en incoherente, por ejemplo, querer entender como funciona el mundo y no haber visto la trilogía de El Padrino. La guerra no se gana y la paz no se consigue, pues, con la pericia de los generales, la destreza de los gobernantes o las mejores dotes diplomáticas. A Mussolini, pues, contribuyó a vencerlo un mafioso y a Hitler le dio el golpe de gracia un español embustero. Y si algún día se acaba la barbarie en Gaza y palestinos e israelíes -ciudadanos, no estados- alcanzan la paz que merecen, me da la impresión de que habrá que preguntarse a que extraño individuo, a que negociación clasificada en los servicios secretos, le deberá el mundo un nuevo respiro. 

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