Siempre me impresionó San Siro. Sobre todo desde aquella noche abrileña de 1989, en la que un Real Madrid hambriento de triunfos europeos y al que el campeonanto doméstico se le había quedado pequeño, recibió una de las mayores humillaciones de su historia. Los tres holandeses mágicos, más Donadoni e Ancelotti, dejaron a la altura de la caricatura al equipo que, un año antes, se había quedado por pura mala suerte a las puertas de su séptima Copa de Europa. Aquel año nació un mito, una leyenda: el Milán de Sacchi, hasta un par de años antes zapatero de profesión que parecía hubiese guardado en una caja de manoletinas el secreto, la esencia, el bálsamo de Fierabrás.
Van Basten supera a Chendo en el 5-0
A aquel equipo lle cayeron tres entorchados continentales, siendo capaz en pleno camino de regenerarse de duros golpes como las idas y venidas entre Milán y Génova de Ruud Gullit, el maldito tobillo derecho de Van Basten o la digna batalla que le planteaban la Juventus de Baggio, el Nápoles de Maradona o el Parma de Brolin en casa y el Barcelona de Cruyff o el Estrella Roja de Belgrado en el Viejo Continente. Y hubo un momento en el que los dos equipos más punteros de Europa, italianos y catalanes, coincidieron para deseo de muchos en una final. Y en ese momento, como si de una maldición se tratase, acabó el ciclo de los dos. El "Dream Team" blaugrana feneció entre goles de Savicevic y Desailly, el excesivo ego de su entrenador y los cantos de sirena a Laudrup, que meses después comandó una manita blanca en el Bernabéu mortal de necesidad para el "cruyffismo". Los milanistas fueron vencidos un año después por el Ajax merced al gol de un imberbe Patrick Kluivert y ahí comenzó su declive hasta mediados de la pasada década.
Zubizarreta, tras el 4-0 de Atenas
Los dioses viven ocasos. La vida es cuestión de relevos, de alternativas, de ciclos que se acaban para volver a regenerarse y empezar. Pasa con la política, pasa con el fútbol. Quizá el Barcelona pase esta eliminatoria y gane la Champions; el mejor equipo del siglo XXI es capaz de eso y más. Seguramente gane la Liga y muy probablemente la Copa si supera la mina antipersona que siempre supone el Madrid de Mourinho.
Pero la sensación que anoche me dejó el Barcelona, como el Madrid hace veinticuatro años, es que resulta mortal, humano, terrenal. Aquel Madrid acabó ganando Liga y Copa, y su vestuario aún aguantó cohesionado una campaña más para ganar la Liga. Pero nada volvió a ser igual desde aquella noche milanesa. ¿Sucederá lo mismo al Barça?. Como persona poco o nada afecta a la causa blaugrana, lo deseo. Como aficionado al fútbol, espero que no: pese a mi importante ramalazo blanco, nunca dejaré de admirarme de esta máquina que ensambló Rikjaard, perfeccionó Guardiola y ahora conduce con acierto el tándem Tito/Roura. De la arquitectura perfecta de Xavi Hernández, del reto permanente a la velocidad de Messi o del trabajo sucio hecho, como pocas veces desde el Seedorf blanco, por Sergio Busquets.
Por cierto: para los que me pregunten por qué insisto en que el mejor jugador del mundo es de Fuentealbilla y no de Rosario, un detalle. Revisen el partido de anoche, fíjense a quien marcaban los italianos con más insistencia y cuantas veces apareció el cuatro veces balón de oro...