Triunfante en las Galias, aplastada la resistencia de Pompeyo y con la lealtad del joven y apuesto Marco Antonio, aquel general romano llamado Julio César debió creerse invencible. Hasta aquella mañana de marzo en el Senado, a fe que lo había sido: no había nacido hombre capaz de derrotarle, político más hábil, ejército más fuerte que el suyo. Por eso, el primer gran dictador de la Historia murió de confianza: mostró su flanco débil, su humanidad -pese a ser, incluso, jurídicamente intocable- justo cuando más fuerza tenía y estaba cerca de ser un dios.
No se si entre las lecturas favoritas de Pep Guardiola estará la histórica y si el subgénero relacionado con Roma -donde todo empezó- apasionará al técnico de SantPedor. Pero lo que si es seguro es que ha evitado, con su decisión de abandonar, una traición probable, que su figura apareciese como humana y el mundo dejase de respetar al emperador blaugrana.
Se ha ido, y se ha ido cuando debía. Una temporada más en el Barça no hubiese garantizado un nuevo doblete Liga-Champions, y precisamente en la oscuridad de las primeras derrotas serias de su etapa como entrenador brilla con más fuerza lo hecho hasta el momento. Se ha ido, y lo hace con su Marco Antonio particular como depositario de sus cuatro años de cantera, barcelonismo y brillo en el juego.
Se va, e incluso los que no somos culés aplaudimmos al gran capitán, cuyo cuerpo no yace inerte como en el poema de Whitman mientras lo aclama la gente en el puerto: se va porque quiere, se retira a su Capri particular -sólo el sabrá donde está- a ver atardecer sobre el mar y sentir la nostalgia con el ruido de las gaviotas.
Y se apalude al técnico barcelonista, porque el segundo equipo que más tiene que agradecer a Guardiola el guardiolismo es el Real Madrid. De no haber existido este Barça imperial, dificilmente hubiera apostado el Madrid de modo tan decidido por esta colección de estrellas: Kaká-Ronaldo-Benzemá, con el infravalorado Kedhira y Özil -ya mítico- completando la escuadra blanca. De no ser por la hegemonía blaugrana durante el último lustro, Mourinho nunca habría recibido la llamada del Bernabéu. Y de no ser por este Barça mayestático, indiscutible, no sabría tan bien la liga blanca ni hubiese tenido aroma de título el triunfo en el Nou Camp.
Se va Guardiola. No mea colonia, no duerme en un arco iris, no está tan alejado de los extremos de su propio club como nos quieren vender. No. Y le han favorecido los árbitros, claro que si, en más de una ocasión. Pero se va con más bueno que malo, con el aplauso unánime de quienes, por encima de consignas y colores, amamos el fútbol. Porque cuando a la belleza de la propuesta se le une la eficacia, la idea adquiere proporciones de leyenda y de lección. Simplemente: gracias, Pep.