martes, 9 de junio de 2015

Devuélvanme mi fútbol

"Amo demasiado a mi país para ser nacionalista". Me siento realmente identificado con la frase de Camus que otro Albert (Rivera) repite de vez en cuando. El nacionalismo, como concepto, tiene la limitación de alcanzar sólo hasta donde  llega la vista. Siempre he creído, más que en las naciones, en los Estados. Estos tienen la opción de vertebrar, de diseñar, de imaginar. El nacionalismo genera división y rencores: a la idea de España le han hecho tanto daño los complejos de cierta izquierda capaz de usar mil circunloquios para no decir el nombre del país como el intento de apropiación de los símbolos nacionales por parte de la derecha. 
Dicho lo cual, me parece indecente pitar cualquier himno nacional. Al socio que en la pasada final de Copa del Rey de España chiflaba al himno y al Rey de España siempre le cabe la opción de proponer en asamblea que su equipo no juegue más ese trofeo. De retratarse y no esconderse en el anonimato, diluido entre miles de personas. Porque no solo silbaban al Rey o al Himno: de paso, lo hacían también con el aficionado del Barça o el Athletic (eran mayoría: no se nos olvide) que  no es nacionalista o es de Cáceres,  Melilla o Jaén. Por ello, por lo poco de futbolístico  y mucho de aquelarre que tuvo el evento, fue la primera vez en mi vida que preferí ver un documental de cualquier cosa antes que la final del trofeo del K.O. No tuvo nada de acto heroico: lo fue de muy mala educación.
El nacionalismo, me da igual si central o periférico, se retroalimenta. No es de recibo tampoco el refinado McChartysmo con el que muchos deportistas vascos o catalanes se están encontrando ahora: no hace falta hacer test de patriotismo para ver si estamos ante un "botifler" o un "maulet" cada vez que un Patxi o un Xavi se pone delante de un micrófono. A veces pienso que el interés en mantener unido a este país es exactamente el mismo en TV3 que en Intereconomía. 
Pero no nos engañemos. Lo del Camp Nou no es nuevo ni viene de ahora. Las personas decentes de cualquier equipo llevamos años viendo como se insulta a un jugador por el hecho de ser musulmán, negro o judío. De ver como en el Fondo Sur del Bernabéu se corea "Adolf Hitler is my friend" con total libertad. No es ni noticia que se falte a la honra de Shakira cuando el Barça juega fuera. El vergonzante atentado tanto contra la dignidad de las maltratadas como a la presunción de inocencia perpetrado por los más radicales de mi equipo, el Betis. Las faltas de respeto a la memoria de Antonio Puerta o las cansinas invocaciones al espíritu de Juanito cada vez que el Madrid pierde un partido. Se criminaliza y arruina la vida a un ciclista por  infiltrarse, pero se ve como una muestra de honradez cuando lo hace un jugador de fútbol
Vemos con condescendencia todo esto y más. Que un tipo se metiera con una botella de whisky y una cabeza  de cochinillo para tirársela a Figo en un campo de fútbol fue visto como una travesura y una anécdota simpática. Y si el tal Jimmy -que en gloria de  Dios esté, pero distaba mucho de ser un pobre hombre con mala suerte que iba a por el periódico- no hubiera fallecido, el hecho de que zumbados de toda España queden para abrirse el cráneo hubiera sido visto igual. Por no hablar de tanta bengala, alcohol y destrozo en las celebraciones de cualquier equipo. 
Esa es la realidad: que miles de niños en los estadios ven a sus padres o abuelos llamando "hijo de puta" al jugador rival, al portero local o al árbitro. Asustarnos ahora ante lo de la pitada es como lo del capitán Reynaud en Casablanca: hacerlo de que  haya cartas en el mismo local donde vamos a diario a echar nuestra partidita de mus. En conclusión, señor Villar: devuélvanme mi fútbol, el que une, el que apasiona sin fanatismos. el que fomenta valores y no levanta murallas. O váyanse usted y sus palmeros a la UEFA, a la FIFA, o donde el viento da la vuelta. Pero váyanse. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario