Todo lo que pudo salir mal salió peor aquella noche. Hasta la que traía los bocadillos para una hambrienta redacción no se percató de que existían unos aparatos conocidos como telefonillo, y que te permiten si le das a un botón ahorrarte media hora gritando el nombre de tu bar desde la carretera. No era la mejor fecha en un periódico cuyo cierre había sido la última promesa electoral del candidato ganador.
Era un 13 de junio de 1999, hace 15 años. Lo mejor fue explicarle, uno por uno, a todos los medios foráneos como era posible que Ceuta hubiese votado como presidente a un tipo que solo hacía seis meses que residía en la Ciudad Autónoma, y que hasta entonces la había visitado una vez catorce años antes para comprar quesos de bola.
Así que Antonio Sampietro se convirtió un mes y una moción de censura más tarde en presidente de Ceuta. Aquello acabó tan mal como esperábamos: un gobierno desintegrándose en no se cuantas fracciones del Grupo Mixto, la imagen de la ciudad por los suelos y el fantasma del lobo que puede volver siempre presente.
A Sampietro sólo le volví a ver una vez después de su marcha de Ceuta. Fue en un bar donde presentaba sus memorias demasiado sinceras y, con la cordialidad de los viejos rivales, compartimos un café, un apretón de manos y una agradable charla. La vida me lleva años después a pasear con cierta frecuencia por el Poble Sec barcelonés donde nació y -decía.- compartió juegos con Joan Manuel Serrat. Aunque me cuentan que en ese barrio a la falda de Montjuich todo el mundo dice haber jugado con el Nano de niño...
Fue, contra mi voluntad, presidente de Ceuta. De lunes a viernes, puesto que verle un sábado en la Ciudad que le eligió como alcalde era rematadamente raro (Memorable su imagen en el palco del Nou Camp viendo a Raúl mandar a callar mientras se inundaba el Poblado Legionario y los vecinos la emprendían a pedradas contra el Ayuntamiento) Y pese a que no fue electo con mi voto, no dejo de reconocer que tuvo que tragar sorbos demasiado amargos y algunos, incluso, injustos. Yo, a diferencia de muchos de sus seguidores de entonces, no me olvido de que fue presidente de mi Ciudad, a fin de cuentas, y por eso me gustaría ver su fotografía alguna vez junto a la de otros ex en cierto pasillo del ayuntamiento.
Y no, Ceuta no se volvió loca. Simplemente, se sintió abandonada por derechas, izquierdas, localistas y los de más allá, para claudicar ante la mejor campaña electoral que he visto jamás. El GIL fue el clavo ardiendo.
El populismo nace de la ineficacia, de la sensación de abandono, de la desesperación. Da igual que quien lo lidere hable con su caballo o lleve camisa de cuadros. Cuando emerge y vence, lo más procedente no es lamentarse del qué. Es preguntarse por qué.
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