lunes, 9 de julio de 2012

Del perdón y el olvido

Barcelona se despierta luminosa. Es una mañana cálida, más no el bochorno que a media tarde suele azotar a la Ciudad Condal: corre un cierto airecito que alegra y amortigua los rigores del verano. La metrópoli catalana se ofrece, a media mañana, al paseo sin prisas, a la lectura reposada, al trinar de los pájaros en cierto barrio cuya tranquilidad es tan absoluta que parecería mentira se trate de parte de una ciudad bulliciosa, infernal y frenética en sus más céntricas calles.
La lectura reposada, acompañada de un refresco y mirando el reloj por pura curiosidad se ha convertido, cosas de la vida, en uno de mis grandes placeres, de mis pequeños síntomas de libertad. Y la portada y edición del diario El Mundo de hoy invitan a leer con detalles, sin prisas, la entrevista con la que el periódico recuerda la fatídica fecha. Ya han pasado quince años.
La entrevista es con Miguel y Chelo. Un matrimonio que debiera estar ya disfrutando de su jubilación, viajando a Benidorm, jugando a la petanca o cuidando de los nietos, pero al que la vida se le paró justo hace tres lustros. En 1997. En el año en que su hijo, Miguel Ángel, pagó con su vida ser de un partido político y trabajar por sus ideales.
¡Coño, década y media!, pienso. Pero para ellos no. Ellos, reconocen a Fernando Lázaro, viven atrapados en aquel mes de julio. Reviviéndolo cada día. Recordando aquel maldito momento en el que un periodista preguntaba al patriarca de los Blanco Garrido si sabía que su hijo había sido secuestrado por ETA. Y el infierno que vino a continuación. Y el espíritu de Ermua. Y los lazos azules y las manos blancas. Y el pellizco en el alma, preludio de alguno aún mayor en forma de trenes desilachados siete años después.
Los padres del concejal afirman que nunca habrá perdón en su casa. Ni, por supuesto, olvido. Y es que ambas son cuestiones tan etéreas, acepciones tan empleadas, que a veces no nos paramos a pensar en lo que significan. Creo que vienen bien periodistas con agendas marcadas en rojo para recordar ciertos aniversarios. El olvido significaría la derrota definitiva de los que aún tenemos conciencia. Y de ahí a la relativización sólo hay un paso.
Y que nadie hable de perdón, de gestos generosos ni de gaitas. No. El Estado puede ser clemente. El perdón va mas allá; supone dar por finiquitado el daño recibido. Corresponde a las familias; a los que recibieron una llamada a altas horas de la madrugada o la inesperada visita de unos agentes para comunicar una mala nueva. A los que desde  cualquier maldita fecha, en el País Vasco o donde fuera, se les paró el reloj.
No habrá perdón para Txapote, maldito verdugo de alma en piedra. "¿Qué pasa, que por que ETA ya no mate es buena?. Cuando no consigan lo que quieran, volverán a hacerlo", espeta el padre de Miguel Angel en relación a la banda. Quien pueda perdonar, que perdone. Y quien no quiera, que no lo haga. Pero solo pueden hacerlo las víctimas.
El resto, solo podemos hacer una cosa. No olvidar.  Y es difïcil escribir la historia cuando el alma aún está en carne viva. Me lo recuerda aquella maldita sensación de vértigo, de escalofrío, que recorrió como a millones de españoles cada poro de mi piel en esos tres malditos días de julio. . Y me lo recuerda una silueta lejana, aquí en Barcelona. La del supermercado Hipercor, que se alza a escasos metros de mi parada matutina. La vida es puta de lujo  y, como tal, caprichosa y retorcida. ¿Que otro lugar más apropiado para que el recuerdo de un julio del 97 me sorprendiera en forma de periódico?.

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