Como podrá comprobarse, escribo este post minutos antes de que se conozca el resultado de la segunda vuelta en las Elecciones francesas. Unas elecciones que tienen una clara triunfadora: Marine Le Pen. Quince años después de que su padre diera la primera voz de alarma, se vuelve a colar un miembro de la familia en la fiesta final de la democracia gala. Algo ha debido ocurrir al norte de los Pirineos, algo se ha cocido a fuego lento pero imparable durante años, para que la pesadilla de 2002 se repita tres lustros después.
Le Pen es la extrema derecha con un claro esfuerzo por aparecer como un icono de los trabajadores. Visita fábricas, explotaciones agrícolas, tiene su caladero de votos en zonas obreras de las ciudades y extensiones rurales... Ver para creer. El otro día coincidía con Macron en una fábrica: quien fue ministro socialista abucheado y quien viene con el brazo estirado ovacionada.
El triunfo -independientemente de que sea o no presidenta, insisto- de Le Pen es la evidencia de la disolución de la izquierda europea. Tony Blair admitía a finales del siglo XX que la izquierda europea había renunciado a dos postulados claves, como la seguridad y la familia. Añadiría un tercero: la identidad nacional, de país. Corbyn fracasa contra el Brexit, el PSF obtiene resultados ridículos en una Francia a la que un presidente no opta a la reelección por primera vez. Siryza se diluyó entre dosis de realidad. Renzi fracasó por su propia altanería; volverá, pero la quiebra de sus bancos convierte a Italia en un protectorado de Berlín en la práctica.
En España, PSOE y Podemos están más pendientes de sus cuitas (entre ellos y con el otro) que de tratar de hacer algo convincente. En el caso español, no hablo de soflamas nacionalistas y discursos inflamantes. Amo tanto a mi país que no puedo ser nacionalista, dijo Albert Camus. Pero heredar una casa de tus padres cuesta más o menos en función de donde lo hagas. Traemos el gas de Argelia, el petróleo de Venezuela o el Golfo, pagamos una barbaridad a Francia por los residuos nucleares y hemos pasado de ser líderes en materia de renovables a tener menos placas solares que Alemania o Suecia. Sin una sola propuesta más allá de la protesta.
Por no hablar del complejo mal disimulado a la hora de hablar de capítulos pasados -el Descubrimiento de América; hace 525 años- o desafíos presentes, como Cataluña. Se asimila el sentimiento de español al fascismo. Cuesta trabajo discernir si son laicistas -yo también-, ateos o anticatólicos. Se presentan como partidos obreros, pero algunos de sus dirigentes tienen menos días cotizados en la Seguridad Social que cualquiera de mis gatos.
El Front National no cruzará los Pirineos. De momento. El caldo de cultivo, sin embargo, está. Mario Conde debe estar lamentando no haber nacido veinte años más tarde...
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