miércoles, 9 de noviembre de 2016

¿Quo vadis, Europa?

La victoria de 'Trump the man' en las presidenciales de los Estados Unidos no debe considerarse como un problema sino como un síntoma. Suscribo una frase del maestro Iñaki Gabilondo, que nos da la razón a quienes íntimamente pensamos desde hace años que en ocasiones como la que nos ocupa el problema no es lamentarse por el qué, sino preguntarse por qué. 
El caso es que el triunfo del multimillonario norteamericano no supone nada a lo que los Estados Unidos no estén acostumbrados. Desde el final de la II Guerra Mundial, la alternancia republicanos/demócratas  en periodos de ocho años solo se ha roto en la reelección fallida de Carter y con Bush padre recogiendo los frutos del Reaganomics en 1988. Y el sistema de renovación de cámaras permite ejercer un contrapoder a las funciones presidenciales que puede, en un par de años, frenar en parte el ala más salvaje del Partido Republicano.
Nacen dos ejes que, lejos de hacerse contrapoder, pueden tejer una alianza: Washington y Moscú, por mor de las complicadas y parejas personalidades de sus dos líderes. Que, encima, no se han andado por las ramas a la hora de declararse su pública admiración. Ambos son países muy parejos: reservas energéticas, ejércitos poderosos, economías amenazadas por la pujanza china y un mundo por repartir con el Pacífico como terreno de juego. ¿Por qué no ser amigos?, cantaba Dani Martín. 
Con la victoria de Trump, lo que se tambalea es el andamio fundamental de occidente en los últimos años. No es una casualidad que Hillary Clinton fuera vista como parte del establishment -casta en castellano-, y que Trump aprovechase ese agotamiento para ofrecerse como un soplo de aire nuevo ante el tedioso continuismo que ofrecía la ex primera dama.
Y no es casual el momento. El Brexit, el auge de los movimientos nacionalistas en Alemania o Hungría, la sensación de alejamiento entre las clases trabajadoras y una dirigencia comunitaria cada vez más enferma de mediocridad. Y la izquierda comunitaria está en estado terminal.
De todos los países con relativo peso en Bruselas, solo tres tienen gobiernos de izquierda. En Francia y Grecia, la contestación social a las reformas laborales o de pensiones han sido contundentes. En Italia, la crisis financiera amenaza con dejar al país trasalpino sin un solo banco de capital nacional. Lo que deja, en la práctica, a Renzi como plenipotenciario de Berlín más que como primer ministro. 
Y sin embargo, la misma izquierda que contesta en las calles como nunca antes tiene cada vez menos representación parlamentaria. En España, sin ir más lejos, mientras las clases medias han sufrido como nunca antes en la Democracia, Rajoy aumenta sus réditos electorales. Las diferencias salariales se acrecientan con una Troika complacida de hacerse el harakiri a golpe de austeridad. 
¿Por?. Trump hace un discurso antiglobalización, proteccionista, de unidad. El mismo que Le Pen en Francia o Farage en Reino Unido. Si: la extrema derecha y el populismo han secuestrado las consignas de la izquierda, aunque ello vaya a suponer dejarnos por el camino el bienestar social que había sido marchamo europeo. El problema, pues, no es de Estados Unidos. Es de un Viejo Continente incapaz de reaccionar con decencia ante crisis migratorias, ausencia de políticas energéticas propias o falta de oportunidades laborales. Es de una Europa que, en un tiempo, fue una buena idea y ahora camina a ser un gigantesco parque temático.

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