Por primera vez en cuarenta años, el balonmano masculino español se queda fuera de unos Juegos Olímpicos. De un modo cruel y adosado a esas pesadillas deportivas que parecían desterradas. Por un gol, un penalti, un detalle.... El caso es que los "Hispanos" que hace sólo tres años ganaban el Mundial en Barcelona verán por la televisión la cita en Río 16.
Al cuadro de Manolo Cadenas no hay que afearle nada; simplemente hay que darle las gracias por todo. Nos han hecho vibrar, disfrutar, y nos han malacostumbrado al punto de que damos siempre por hecho que tienen que estar, y además entre los mejores. Hace un par de años me contaban que en la liga ASOBAL hay salarios de 400 euros al mes. El Atlético de Madrid tuvo que cerrar su sección por falta de dinero y el campeonato doméstico se ha convertido en un entrenamiento semanal del F.C. Barcelona. ¿Qué reprochar, pues?. Ha ocurrido con el balonmano, pero también con la sincro y, si no es por el estado de forma de Guillermo Molina, "Chalo" Echenique y López Pinedo entre otros, hubiera sucedido otro tanto con el waterpolo, que no es ajeno a los impagos.
La "edad de oro" del deporte español ha caducado. Fueron años en los que sólo nos faltó el Rugby como paraíso que asaltar. Todo comenzó en Barcelona 92; un país que organizase unos Juegos no podía permitirse firmar el ridículo habitual anterior a la fecha. Medallas más por generación espontánea que por preparación y planificación; gente que competía por caudales familiares o generosos mecenas.
Siempre he defendido que de los triunfos deportivos se puede hacer lectura de la situación de un país. Es uno de esos extraños medidores socioeconómicos, como los índices Big Mac o Kalashnikov que no se estudian en Facultades, pero son infalibles. Del mismo modo que cuanto más caros resulten el menú de comida barata o el fusil más famoso del mundo más elevado será el nivel de vida del país donde nos encontremos, cuanto más amplio sea el abanico de triunfo de tus deportistas más competitiva será tu economía.
España lo ganó todo a mediados de la pasada década. Como la crema para mosquitos, era habitual de julio contar los triunfos en el Tour de Francia; campeonatos de Europa y Mundiales por doquier. Y durante unos meses, dato contrastable, fuimos el único país de la historia en ser campeones continentales y mundiales tanto en fútbol como en baloncesto.
Aquellos años eran los de máximo repunte, también, en la economía. Los años en los que asumimos que "el ladrillo nunca baja". La época en que si te ganabas la vida repartiendo pizza -decente oficio- igual podías costearte un piso con vistas al mar y treinta metros cuadrados de terraza. En la que no salir a veranear fuera de España era síntoma de cutrez y quedarte en tu localidad rozar la indigencia. En la que no había crisis, sino desaceleración del crecimiento y el hambre era exclusiva de los negritos de África.
El ladrillo y la economía se desplomaron. Y cuando los Gasol, Iniesta, Contador, Nadal y compañía se nos antojan humanos e irrepetibles, el deporte español aparece en una situación como la de Seúl 88. Encomendándose a una conjugación de astros para salvar decentemente un medallero. Cómo la sociedad, con lo puesto. Quien tiene patrocinadores, compite. Y quien no, bastante tiene con acudir. Aschwin Wildeboer preparó los JJ.OO de Pekín en una piscina en Sabadell, con una calle para el solo mientras al lado nadaban las señoras de los cursos municipales de iniciación. Dedicó su beca ADO -a la que sólo tenía derecho si alcanzaba el diploma olímpico- a irse a Australia para poder entrenar con un mínimo de profesionalidad. Michael Phelps se convirtió en el mejor deportista de la historia, entre otras cosas, gracias a disponer de un complejo deportivo reservado para él.
España, pues, vuelve a ser como en Seúl 88. Y si esto ocurre con el deporte, y lo bien que vende la foto con el campeón de moda, no quiero ni pensar que ocurre con la ciencia. Hablar de ello en privado con algunas de las mejores cabezas de este país, les prometo, es echarte a llorar.