En su magistral "Mountains beyond Mountains", Arcade Fire narra los sueños y límites de una infancia ya lejana. Habla de montañas tras montañas; de ese ambiente en que el final de nuestro barrio es la primera frontera y de aquella tienda que es el castillo infranqueable. Un lugar en el mundo; ese mismo sitio en el que el derbi más apasionado es contra los de la calle de al lado y en que una escalera apartada es el lugar para el primer beso o el cigarro más furtivo.
Un lugar que, conforme crecemos, se nos hace más pequeño y entrañable. Esa rata correteando por los anaqueles de nuestra memoria. Ese sitio que siempre soñamos con abandonar, y al que la nostalgia nos devuelve en momentos de soledad como el peregrino se encuentra con la romería. La base desde la que diseñábamos, ingenuos, un futuro esplendoroso lleno de riquezas y parabienes.
De ese colegio que siempre es la primera colina que conquistar, salimos un día. Y descubrimos que la maldad, la traición, la mediocridad y la hipocresía son compañeras de viaje perennes por mucho que no queramos aceptarlas. ¡Qué diferencia con los viejos códigos del barrio!: juguemos a las guerrillas, pero no vale quejarse si nos hacemos daño. Hagamos, ahí en ese pequeño terraplén, nuestra selva por la que corretear y guardemos un sepulcral silencio si se trata de enterrar, junto a una cañería, a la mascota de alguien. Si el del balón no juega más, se acabó el partido, y si alguno se daña, lo mecemos hasta su casa como un Cristo en recogida.
A mi barrio vuelvo casi a diario. Sus edificios, ya achacosos, fueron el lugar de mis primeros sueños de grandeza. Partí para comerme el mundo, y al final es el mundo el que me come. Pero siempre con una cosa clara. Qué mi infancia es mi patria. Y que en mi lugar ideal, con oler a tierra mojada o sentir una caricia a medianoche, basta. Que el ronroneo de un gato sirve como himno nacional, un beso por credo, un modesto piso por todo palacio y la risa de un niño por toda bandera. Ese es mi lugar en el mundo. Mi montaña tras otra montaña.
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