Se que tal día como hoy también murió Salvador Allende, y que comenzaba un régimen de terror que, por desgracia, fue mucho más allá de las manos destrozadas de Víctor Jara. Se que tal día como hoy Horacio Villalobos tenía una cita con el presidente legítimo de Chile y que, caprichosamente, la historia quiso que fuera aquel joven y barbudo argentino el que fotografiara por última vez con vida a quien, siendo ministro de Sanidad, contribuyó junto a un diplomático de su país al exilio de muchos españoles a bordo de aquel Winnipeg . Se que tal día como hoy, mientras agonizaba como consecuencia de un cáncer que probablemente -macabra ironía- lo libró de cosas peores, el consul chileno en el París de la contienda española, Pablo Neruda, veía horrorizado como su galgo terrible no sólo partía, sino que devoraba, mientras preguntaba a las puertas de la muerte que había pasado con el hijo de Manuel y Amanda.
Pero hoy es, aunque sea por mi edad, el décimo aniversario del día que cambió el mundo y que marcó a mi generación. El día en que dos gigantescas torres de amianto eran derribadas como consecuencia de la sinrazón y el fanatismo. Y advierto: tratar de encontrar explicaciones al terrorismo es, aparte de una pijotada progre, tan injusto como tratar de encontrar alguna justificación a los aviones devastando La Moneda. Yo mismo caí en esa tentación en algún momento, y me arrepiento de ello.
Claro que cambió el mundo. Nos dimos cuenta de que no éramos tan guapos, tan buenos y tan invencibles como creíamos que eramos. Nos dimos cuenta de que se nos odiaba, de que no íbamos a estar tan seguros como antes en nuestras casas y tuvimos que renunciar a parte de nuestras libertades a cambio de una mayor seguridad. O, dicho de otro modo: en el nombre de la segunda, se nos secuestraron parte de las primeras.
Nació un vergonzoso Guantánamo y nos sangró el alma por Madrid, Londres o Balí. Confieso que no sentí la menor pena por la muerte de Bin Laden -si es que fue el 2 de mayo y no antes como afirmaba Benazir Bhutto- y confieso que se me cayó el alma a los pies cuando, en mi única visita a la ciudad de los rascacielos, tuve delante mía el tremendo boquete que el fanatismo había hecho de las dos torres.
Si, confieso que lloré aquella mañana de turismo por N.Y. Confieso que me sentí ridículo y frívolo cuando, en la iglesia ubicada justo enfrente del Wold Trade Center y en la que rezaba George Washington, entré con la curiosidad del turista/periodista. No pude hacer más que una foto. Me quedé con las imágenes que se habían colocado a modo de santuario de los bomberos que se refrescaron en aquella iglesia para encontrar la muerte cien metros enfrente. Posiblemente, entre aquellas fotos estaba la imagen del chico de origen coreano a cuyos padres me habían enseñado esa mañana. "Jamás volvieron a sonreir", me dijeron. Y por cierto: había apellidos hebreos entre los muertos.
Si, cambió el mundo. Occidente tuvo cargo de conciencia, y todos empezamos a sospechar del diferente por el hecho de serlo. Y hubo mucha gente en Occidente que relativizó la presencia de EE.UU en el mundo y la dibujan como el demonio de las siete cabezas. Mucha de esa gente obvia, por ejemplo, quien liberó a Europa del fascismo, se les queda carita de imbécil cuando se les pregunta que hacen viviendo aquí y no en La Habana o Basora y hace esas críticas viendo NBA, cine de Hollywood, comienzo pizza, fumando Marlboro o bebiendo Jack Daniels o Coca Cola.
A lo que iba: que el 11 de septiembre fue un mal día para la humanidad. Por tanto, hoy como hace un año y como hace nueve, ruego a ese Dios con el que me peleo a diario por todas las víctimas del 11 s. Las de Manhattan y las de Santiago de Chile.
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