La radio, ese invento que consiste en perpetuar el trabajo de aquellos druidas que contaban historias alrededor de la hoguera o de los pregoneros romanos que informaban de las andanzas del general Marco Antonio, ofrece a quien la tiene como oficio y pasión interesantes oportunidades. De conocer a gente a la que pedirías un autógrafo, a la que le cuesta trabajo andar por la calle sin despertar miradas de admiración o evitar hacerse fotos con quinceañeras. Sea el entrenador de moda, el cantante de éxito o el actor guaperas, y sin ser servidor más que un humilde trabajador, si es cierto que muchas veces se es consciente de que muchas personas quisieran usar el micrófono verde que me acompaña cada mañana para dar rienda suelta al fan que todos llevamos dentro.
Cuando hace algunos años se puso en marcha Ceuta con... -cada viernes a las 12.30-, se hizo con la intención de convertir la primera parte del programa del último día de la semana en una especie de alfombra roja, de galería del famoseo. Ojo: nunca del famoseo petardo, sino de gente que fuese conocida por una actividad y por un mérito mayor que el haberse acostado con la prima hermana de la vecina del quinto de algún concursante del reality que lidera la audiencia.
Algunos nombres tienen, en efecto, lustre propio y apenas necesitan presentación. La radio me ha dado la oportunidad de hablar de política con Mariano Rajoy o José Bono; música con Juan Perro, Pasión Vega o Ismael Serrano, religión con Carlos Amigo Vallejo, fútbol con Javier Clemente o Andoni Zubizarreta o de literatura con Alberto Vázquez-Figueroa o María Dueñas. Entre otros.
Con todos disfruté, y alguno me contó anécdotas sabrosas. Pero hubo uno que me dejó profundamente marcado, por algo que todos predicamos pero sólo está reservado, cual condición innata, a los más grandes. La humildad. La modestia. La serenidad que da nacer en lugares pequeños,a lo que apeló Reagan en su histórica conversación con Gorbachov para iniciar el fin de la guerra fría.
Posiblemente, nunca firmará autógrafos y podrá comprar el pan cada mañana sin tener una nube de fotógrafos detrás. Seguramente, millones de personas no sabrán su nombre, pero tal vez muchas de esas personas estén enfermas de leucemia. Y, aunque no lo conozcan y tengan que preguntar o irse a Google cuando oigan hablar de el, su trabajo constituye una esperanza.
Me tocó, ciertamente, las narices cuando confesaba en antena estar emocionado porque un periodista de Ceuta le llamara para una entrevista, en la que se disculpó dos o tres veces por no conocer la ciudad. "Tiempo habrá para eso, profesor", le dije una y otra vez. Y me planteaba, mentalmente, que tipo de país estábamos construyendo para que alguien como el se ilusionase porque un insignificante locutor le llamase, cuando la lógica indica que debería ser justo al revés.
Hoy he vuelto a saber de él. Un trabajo que ha coordinado con su equipo -siempre en su boca- permite relacionar el cáncer con fallos en la protección de los cromosomas. Hace un par de años charlábamos sobre la secuenciación del genoma de la leucemia, algo así como descubrir los números de la caja fuerte de esa enfermedad. Estoy seguro que no será portada en los informativos, pero a alguien que le extraña que le llame una radio no le importa lo más mínimo. Si les interesa de quien hablo, sepan que se llama Carlos López-Otín. Y aunque no lo crean, se sentía avergonzado por no conocer la ciudad desde la que le llamaban. Definitivamente, a estos científicos no hay quien los entienda...