Imaginen, por un momento, que la ciudad de Nueva York aparece llena de cadáveres. 13 millones de personas, en la Quinta Avenida, Queens o Chinatown, han fallecido de golpe y porrazo. Sólo han sobrevivido unas cuantas personas, pertenecientes a la Cruz Roja internacional que venían advirtiendo de las consecuencias de no tener en cuenta sus avisos.
Imaginen, por un momento, que un grupo de tipos de esos con corbata y a los que no conoce nadie salen ahora encogidos de hombros, cariacontecidos y dicen que "efectivamente, hemos hecho todo lo que hemos podido. Nos hemos reunido, por lo menos, dos veces en un mes".
Imaginen, por un momento, que a alguien le da por culpar a esos tipos de que hayan muerto 13 millones de personas. Seguramente, ese alguien sería tildado de antisistema, de loco o de terrorista e, inmediatamente, alguien saldrá hablando de la amenaza para la paz y la seguridad mundial que suponían los 13 millones de neoyorquinos muertos.
Ahora imaginen que no hablamos de Nueva York. Ni de muertos, pero si de agonizantes: pieles hinchadas, ojos a punto de reventar, niños famélicos. Imaginen que existen. Qué se están muriendo ahora. Y que son de Kenia, Somalia o Sudán del Sur. Da igual. "Llevan toda la vida así", dirá alguno.
Trece millones de personas, la población de París o Nueva York, corren el riesgo de morir como consecuencia de una hambruna. Probablemente, en lo que yo tardo en escribir esto y ustedes en leerlo muchos hayan muerto. Gente como usted y como yo, de piel marrón. Eso si: la ONU -organismo dedicado a la paz mundial, y que en su existencia no ha conocido un sólo día sin guerras- y la FAO -organización alimentaria, y mejor me callo- se han reunido, y hasta han emitido un comunicado solidarizándose con las víctimas.
Efectivamente. El ser humano da asco.